CUENTO La perrera | Ángel Fuentes Balam

Pasífae lamía su agua, en un contenedor café. Al lado, el platito azul con su comida favorita: hígado de ternera.
Así éramos felices.
         Ella, amarrada a la cabecera de la cama con una soga sucia y gruesa que se extendía gracias a una cadena para perros, desembocando en su cuello. Yo, escribiendo la novela que nunca podía terminar, mirándola enternecido, como un padre que ve jugar a su hija y piensa en el futuro, cuando la niña sea mayor y no recuerde ese episodio.
         Pasífae lamía su agua, en un contenedor café. Al lado, el platito azul con su comida favorita: hígado de ternera. Para beber se inclinaba hacia adelante, flexionando sus codos y remojando su cabello castaño en el líquido. Le miraba el culo, levantado por la acción. La había vestido ese día con una bata rosada, que resbalaba hacia sus omoplatos, y un pequeño calzón blanco con breves holanes en los bordes inferiores.
         —Está un poco fría —dijo, terminando de sorber. Algunas gotas resbalaban por labios y barba.
         —¿Quieres que la caliente?
         —No. Luego quisiera beber leche.
         —¿No la quieres ahora? —pregunté, acariciándome el pene.
         Ella entornó los ojos, molesta por el chiste.
         —Quiero bailar. Eso quiero.
         —Bien. ¿A quién se te antoja? ¿Handel?, ¿Beethoven?, ¿Liszt?
         —Quiero bailar un tango.
         Lancé una mirada ácida.
         —Eso está prohibido.
         —Quiero un tango —pidió, moviendo las caderas, como un cuadrúpedo feliz.
         —¿Por qué no ponemos a Schubert?
         —Quiero un tango.
         Se acercó a mi silla, en cuatro patas. La cadena era bastante larga para permitírselo. Al llegar, se irguió de rodillas y colocó sus brazos en mis muslos, acercando su cara a mi sexo.
         —Déjame bailarlo.
         —Sabes que no me gusta.
         Con suaves movimientos, acariciaba mis piernas. Puso sus dedos en los botones de mi pantalón y los desabrochó. Hurgó y con el índice y pulgar diestros, bajo la tela de mi ropa íntima. Olió.
         —Por favor…
         Extrajo mi miembro, desde su oscura selva. La correa ondulaba en el espacio. Una cuerda para saltar. Dos pequeñas jugando en algún parque, encumbradas por la luz naranja del atardecer; un cántico que brota de sus pequeñas gargantas, se desperdiga sobra las hierbas y la quietud del ocaso.
Pasífae sacó mi pene y comenzó a soplarle, como si fuese una vela de cumpleaños.
         —¿Te gusta que sea tu perrita?
         Sacando la lengua, lo probó desde la base a la punta, lento.
         —Me fascina.
         —¿Te gusta que no pueda salir a la calle?
         —No sin mi permiso.
         —¿Te gusta que sólo sirva para comer y coger?
         —Eres mía.
         Cerró lo labios para capturar mi sexo, creando una bóveda cálida y mojada. Su lengua comenzó a hacer surcos y acrobacias. Me veía con sus ojos color esmeralda, enrojecidos por el polvo de nuestro cuarto. Abría la boca y dejaba que la saliva escurriera por todo el glande, para caerle en el pecho.
         —Eres mi perrita.
         Oprimí su cabello, fuertemente, y empujé su nuca para que lo tragara todo; chocó con su garganta. Sonreí. Comenzó a subir y bajar, respirando agitada.
         La habitación olía a orín y humedad. Me gustaba que Pasífae chorreara en cualquier parte. Primero ella se rehusó. Luego, aceptó que colocásemos algunos periódicos cuando tuviera la necesidad. Pero en la mayoría de las ocasiones, yo me bebía su deshecho.
         —Ven —pedí, al sentir que había crecido lo suficiente.
         —¿Qué quieres, amo?
         —Voltéate.
         Ella giró, en cuatro patas. Me mostró su trasero, con la ropa interior arrugada, desapareciendo entre sus nalgas.
         Aparté la silla, y me bajé a su nivel, también en cuatro patas. Acerqué mi rostro a su culo. Inhalé, hechizado. Clavé mi lengua entre sus glúteos y lamí su vulva; pronto, la ropa quedó totalmente mojada.
         —Eres perrito, también —dijo, entre gemidos.
         Enfebrecido, con los dedos temblorosos, preso de una tormenta de ceniza bajo el vientre, deslicé la prenda hacia abajo, para tener la visión de su ano y su vagina, velluda, rosada, sucia…Chupé nuevamente, derramé baba por toda la zona.
         —Huele mal, perrito. No me has bañado.
         —Prefiero así.
         Metiendo la lengua en su orificio, sentí un placer magnánimo. Ella arqueaba la espalda, para una mejor penetración.
         —Te gusta que no sea más que tu perra, que no salga, que el sol no me acaricie, que nadie me mire.
         No aguanté más.
         —Quiero que orines.
         —No puedo.
         —Es una orden.
         —Me das órdenes siempre. Pero no me dejas bailar tango.
         —¡Cállate con eso!
         Con la mano bien abierta, golpeé su nalga izquierda.
         —¡Ay! Eres malo. Eres una mala persona.
         Tomándola de las caderas, clavé mi verga en ella. Pensé en la cruz de Cristo, clavándose en la tierra. Aquí yacerá el salvador del universo.
         —¡No!
         —Sí.
         Comencé a penetrarla sin cuidado.
         —Eso te gusta. Soy tu mascota.
         —Ladra.
         Su sexo espeso me recibía como una madre que abrazara a su hijo moribundo. Cuando entraba en ella, una sonata putrefacta hería el silencio: lodo, correr en lodo, en charcos de bacterias y disentería. Nuestras pieles chocando rompían el aire denso, cristal empañado por meses de amargura y enfermedad.
         En un arrebato de furia, tomé la cadena y tiré, ahorcándola.
         —Amo… ¡No tan duro!
         Eyaculé adentro de ella, copiosamente. Gruñí al sentir el estertor del placer, invadiendo mi sistema, ahogándome a la par.
         Pasífae quedó en posición de rezo, con los dedos embarrados del hígado de ternera que había aplastado sin querer.
         Me puse de pie, abrochándome el pantalón.
         Desde el piso, con la frente pegada a las losas frías, ella dijo:
         —¿Puedo bailar un tango?
         —Sabes que no me gusta —tercié ecuánime.
         Pasífae se ahorcó con la correa, un mes después. Murió asfixiada entre su propia orina, con la lengua que me dio tanta alegría, seca y por fuera de la boca. Su tonalidad azul hacía juego con la noche.
         Yo me quedaba observando el plato con leche hervida que le servía a su sombra cada noche, durante esos veintisiete días. Yo hice que se matara. Yo la aparté del mundo y la obligué a ser un animal.
         Los días subsecuentes, sumido en una tristeza grotesca y fulminante, escuchando “Por una cabeza” de Gardel, oculto en la oscuridad, rodeado por los periódicos donde habitaban aún partículas de ella, pensé que aunque fuera a la perrera, jamás iba a conseguir una compañera así.
         Terminé la novela en esos días. Luego, la eché al fuego. Y me comí las cenizas, usándolas como aderezo en un plato de hígado de ternera.
         Yo no era el amo en esa relación, todo lo contrario: así éramos felices.


ÁNGEL FUENTES BALAM. Mérida, Yucatán. 1988. Director de teatro, escritor y actor. Es autor de los libros: Melodía tu engranaje quieto, Cruóris o la rabia que fuimos y Devoré el cráneo de Eros (próxima publicación). Ha figurado en antologías nacionales e internacionales y en diversas revistas literarias a lo largo de Hispanoamérica.

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